LA EDUCACIÓN ESCOLAR EN EL SIGLO XVIII
La primera noticia escrita sobre la escuela
en Mendavia data de 1691 (Libro de propios) y se refiere al pago hecho al maestro de niños
Sebastián Martínez de Morentin, al cual el Regimiento le abona 240 reales, advirtiendo
que le faltan por recibir ocho ducados que le dará Diego González de Oñate, depositario
de la villa. Es probable que sólo fuera escuela para niños varones. A partir de
1696 se le aumenta el salario a 330 reales anuales.
Además del pago del concejo, los maestros
reciben algún pago (al principio de siglo XVIII sería 1 robo de trigo y más tarde
entre 10 y 15 reales, o su equivalente en trigo) de las familias de cada niño o
niña, situación que en ocasiones resulta llevada a Audiencia por falta de cumplimiento.
El maestro Sebastián aún renovó el contrato
en 1700. Se conocen como maestros posteriores Francisco Pérez de Soto (1706); Joseph
González (1725-33), natural de Tudela y que murió subitamente en Mendavia; Juan
Antonio Martínez de Mendibur (1733-1734); Gaspar de Iriarte (1736-1738), que vino
de Sesma, por cuya conducción de sus trastos se pagaron 32 reales, y además era
agrimensor aprobado por el Real Consejo; Felipe Barrena (1755-1786), hombre de ciencia
y experiencia a quien se le establece la condición de que a los niños pobres les
de igual educación, sin cobrarles; Joseph Sainz, de Mendavia, que es elegido con
polémica (1786); Juan José Sainz Ramírez García Maiza (1787); Félix Sainz (1793), a quien se aumenta
el sueldo a 440 reales anuales; Hermenegildo Campo Perez Aranjuez Cenzano (1795-1800),
quien en 1793 fue enviado por el ayuntamiento a Pamplona con víveres para los ejércitos
a la frontera, y que años más tarde figura como escribano de guardas (1804).
Casi un siglo después de conocer el primer
maestro, se conoce el nombre de la primera maestra de niñas. En el año 1783 se contrata
a María del Frago (1783-1784). Mientras que los maestros seguían cobrando alrededor
de 330 reales anuales, ella cobraría 220 reales. La siguiente maestra mencionada
es Juana Antonia Ibarra, inicialmente soltera, natural de Mendavia (maestra entre
1786 y 1796), contratada en las mismas condiciones. Durante unos años suspenden
el nombramiento de maestra argumentando así, en clara expresión del clasismo de
los regidores y de su visión patriarcal: “La experiencia ha demostrado ser de poca
o ninguna utilidad pública el referido empleo por ser la mayor parte de las niñas
hijas de padres pobres, que no las envían a la escuela, por necesitarlas en sus
casas especialmente las que tienen niños de pechos y en el tiempo de la recolección
de frutos, que las emplean en las labores de llevar comidas y otras en las eras,
son muy pocas las que concurren”. Otra razón
era el ahorro, ya que la villa estaba sobrecargada de obligaciones y censos –dicen.
No obstante, el 8 de agosto de 1793 nombran de nuevo maestra de niñas a Juana Antonia
Ibarra, ahora ya casada, mujer de Joseph Sainz y Remírez.
Un salón escolar, situado en la villa, junto
al ayuntamiento, se fue arreglando en distintas ocasiones. Entre los años 1742 y
1745 se realizaron beredas para limpiarlo y se le incorporaron una puerta nueva,
dos bancas nuevas y un encerado. Luego se hizo un cuarto por 132 reales en el Portal
debajo de la cuesta del Ayuntamiento. Un tablón servía de mesa para escribir. En
1759 se rehizo este cuarto. Se agregó un tabique de adobe forrado con yeso, se colocó
ladrillo en el suelo de tierra, se rodeó con dos gradas para asiento de los niños,
se abrió una ventana, se colocaron dos mesas. Los vecinos colaboraron con las acostumbradas
beredas de trabajo. En 1768, 1779 y 1799 se vuelve a retocar el salón y se reponen
las bancas para escribir.
LA SALUD EN MENDAVIA EN EL SIGLO XVIII
Existen infomación sobre la salud en Mendavia,
fundamentalmente en lo que se refiere a sus profesionales y algunas enfermedades,
propiamente a partir de este siglo. El primer
médico: Luna (1708); el primer boticario: Juaquín de Garro (1736); la farmacia en
la Plaza (1737); el primer cirujano: Diego González (1693).
En los archivos municipales aparecen estos
personajes y, otros “profesionales”, bajo
dos anotaciones principales. La primera, a causa de que el Ayuntamiento los “conduce”,
es decir, los contrata por un tiempo determinado; o bien les paga por un trabajo
particular. La segunda, en el caso de sucederse algunas demandas en las que ellos
son parte. La información resultante es de mucho interés. Junto a la conducción
por el ayuntamiento está el pago que debe hacerles cada vecino por sus servicios.
Por lo que el sistema estará orientado a la atención prioritaria de la burguesía
rural naciente. Aunque también se consideraba en la condución la atención gratuita
a algunas familias pobres.
Médicos, boticarios y cirujanos
Los médicos de la villa son “conducidos”.
Se les paga un salario. Los vecinos completan con pagos en trigo de acuerdo a los
servicios: visitas, curas, recetas… En los archivos municipales se nombran como
médicos al servicio del pueblo: Luna (1708), Domínguez (1711), Isidoro Martínez
(1712), Tomás Ruiz de Conejares (1716), Diego López (1722), Alejandro Munárriz (1725-1726),
Diego de Baquedano y Antonio (o Bernardo) Ximénez (1727), Diego de Maya (1728),
Juan Martínez (1730), Ramón de Ramón (1731-1737), Juan Joseph Echalecu (1736-1764).
El mendaviés Basilio Remirez de Acedo obtiene su titulación como médico en 1733.
Para ser conducidos, se exigía 12 años de práctica, según se ve en las discusiones
de los años 1765-66. Ese año 1766 hubo polémica para escoger al nuevo médico; se
pidió opinión a los vecinos entre varios médicos que se presentaron. Finalmente
se mencionan a dos médicos contratados: Joaquín Irisarri (1766-1786) y Joseph de
Olcoz (1766-1781). En 1781 Olcoz está enfermo. A los enfermos de Mendavia los visitan
ocasionalmente Pedro Ansa, médico de Viana, o los practicantes de Lodosa o Cárcar.
Irisarri no puede con tanto trabajo. Deciden que Xavier Jubera, practicante de medicina,
le ayude. Siguen Francisco de Ibarra, Manuel Pascual y Antonio Asín (1786), Xavier
Jubera, Ramón Valentín y Pedro Julián Delgado (1789-1799). A Pedro Delgado le suceden
Josef Gorraiz y Juan Lecea (1799-1801).
Nota
curiosa: En dos ocasiones es multado el médico Echalecu por llevar su criada 3
cargas de raigones y 2 cargas de leña, sin estar autorizado.
Los médicos, además de los pagos del ayuntamiento,
reciben algunos pagos de los pacientes. El contrato de los médicos especificaba
que las heridas en riñas o por asta de toro no entraban en su conducción, por lo
que los heridos debían pagar sus curaciones. Las heridas a “mano airada” debían
ser pagadas por el agresor. Los niños menores de diez años no pagaban la parte en
trigo que correspondía a cada habitante. Echalecu, por ejemplo, recibe 500 robos
de conducción anual, y 11 almudes por atender a una niña enferma. En 1795 se modifica
la conducción incluyendo en la atención a los vecinos de Lazagurría. Los detalles
de cada caso se juzgan de acuerdo al contrato particular de conducción.
En 1708 “son muchos los enfermos” y deben
acudir varios médicos de Viana, Tudela y Corera. En 1781 se habla de una “enfermedad
general que padecieron los vecinos”. Pedro Jarauta y Pedro Ansa, médicos de Logroño y Viana, y el
cirujano Blas Rodríguez de Azuelo, visitaron a los enfermos. Ese año y el siguiente
se incrementaron los fallecidos en el pueblo. En 1781 hubo 31 difuntos y en 1782,
33, cuando en años anteriores y posteriores morían entre 13 y 22 personas.
En 1789 el pueblo no tiene médico. Mientras
se contrata otro médico atienden ocasionalmente a los enfermos Nicolás Ramón, practicante
de medicina, los médicos de Treviño, Dicastillo
y Murieta; y Joaquín Melchor de Irisarri, médico de Viana (y antiguo médico de Mendavia).
Esa era el procedimiento común en caso de
ausencia de médico, como se vuelve a ver en 1801 en que se llama temporalmente a
Josef García.
Juaquin de Garro fue boticario desde 1736
hasta 1755. El año 1737 se compuso en una
casa de la plaza el cuarto que sirvió de botica. Durante las fiestas de San Juan
proporcionaba las medicinas para los toros.
En 1753, a causa de la escasez de cosecha de este año, los vecinos en concejo piden
que se pague por mitad las conducciones de médico y boticario. Se consigue aplazar
el pago de la otra mitad hasta el año siguiente. Entre las condiciones de la conducción
del boticario destacan el derecho de la villa a ocupar el balcón y la sala de la
casa del boticario para las corridas de toros.
En 1755 se asiste al debate para la conducción
de un nuevo boticario. Se presentan varios candidatos y la villa decide entre ellos.
El concejo también decide por cuántos años se contrata. Se escoge a Juan Bautista
de Urra, quien toma posesión de la botica por dos años. Se regulan los detalles
de su contrato. Los más importantes eran
estos: recibe 450 robos de trigo por año por parte de los vecinos, según lista.
Tendrá la obligación de dar a los vecinos todas las medicinas que necesiten llevando
receta del médico, cirujano o albéitar. Tienen pago adicional los casos de mano
airada y humor gálico. La villa le cede la casa que tiene en la Plaza Pública para
que viva sin pagar renta alguna, con tal de dejar la sala principal desocupada y
paso para la villa en las corridas de toros. Ramón Balentín se cuenta como boticario
voluntario entre 1783 y 1786 (luego pasará a médico por unos años).
La de cirujano–barbero era una profesión
existente desde finales del siglo XIII, cuya labor era de lo más dispar, igual cortaban
la barba y el pelo que hacían sangrías, extraían muelas o blanqueaban los dientes
con aguafuerte. Progresivamente, para distinguirse de los barberos, el oficio de
cirujano fue reservado a ciertas élites sociales. Y se les exigía una titulación
obtenida tras exámenes rigurosos. Algunos de los cirujanos contratados en Mendavia
fueron: Diego González (1693), Andrés de Azanza (1699-1719), Bernardo de Echauri
(1712-1736), Martín Pérez del Notario y Joseph Perales, mancebo cirujano (1733),
Juan Joseph de Arellano (1746-1758), Bernardo La Fuente (1746-1764), Joseph Gorostiza
(1765-1769), Pedro Chasco (1780), Bernardino de Sádaba (1787-1791) y Saturnino Antonio
Llanos (1796-1799).
En 1756 se determina que el cirujano cobre
robo y medio de trigo a cada vecino. Tiene que exceptuar de dicho cobro a 20 personas
pobres. Es su obligación curar a los niños menores de 12 años de quebraduras, abrir
fuente, curar carbunco y sacar muelas. Deberá tener mancebo que le asista a afeitar
y sangrar. Las sangrías se hacían abriendo una vena en el brazo, estando éste sumergido
en un recipiente con agua caliente. El cirujano no podía cobrar por las curas que
hiciese a las personas heridas de cornadas de toros, bueyes o golpes de caballerías.
Un robo de trigo por afeitar cobra el cirujano Juan Joseph de Arellano.
Salud pública, bañeras y jeringas
En 1736, en las obras de ampliación de la
parroquia de San Juan Bautista, se sacaron a un corral cercano los escombros que
incluían restos de las sepulturas. El médico Joseph de Chalecu y el cirujano Juan
Joseph de Arellano denuncian que el lugar, en medio de dos calles de la villa, es
inadecuado para echar esos escombros. “Está podrido”, “arroja muy mal olor”, “está
expuesto a contagiarse el pueblo”, “es tierra totalmente nociva y perjudicial a
la salud pública”, “sus vapores se introducen en los humanos cuerpos mediante la
inspiración”, “resultan gravísimos daños a la salud pública”, “con el calor del
verano han de ser mayores los hedores, vapores y miasmas”. Con tales razones pronto
se resuelve sacar la tierra a un barranco, y sobre ella echar otra tierra que la
cubra.
Se debe recordar que los primeros trabajos
sobre inyección intravenosa en humanos fueron publicados por los médicos alemanes
Johann Daniel Major y Johann Sigismund Elsholtz entre 1664 y 1667. Más tarde, a
comienzos del siglo XVIII, el médico francés Dominique Anel desarrolló una jeringa
de succión para facilitar el drenaje de heridas, abscesos y hematomas. Hasta mediados
del siglo XIX, las jeringas no tenían agujas y su uso se limitaba a los orificios
naturales del cuerpo o a la perforación previa de la piel del paciente. En el ayuntamiento
de Mendavia se guardaba el material sanitario necesario para atender las necesidades
de los vecinos: un cubo o bañera y una jeringa: Juan Antonio Goyri, cubero, hizo
una bañera (1787). Y a Beltrán Dancausa se le compró una jeringa (1790).
Muertes sorpresivas
Entre las muertes ocurridas y reseñadas en
el amplio trabajo etnográfico de Inés Sainz Albero durante este siglo XVIII resaltan
los abundantes ahogados, en pozos o a orillas del Ebro, así como los aplastados
por ruinas de corrales de pastores o casas viejas. Hay algunas muertes violentas,
por puñalada, o arrojados al río Ebro. Otras causas de muertes mencionadas en las
fuentes documentales son apoplejía, letargo, muerte súbita y repentina, o el “desenfrenado
delirio que le sobrevino”. En los casos de muertes previsibles se administraban
los sacramentos: penitencia (o sólo absolución), extremaunción y eucaristía. En
las muertes repentinas no es posible hacerlo. Se encargan las misas en sufragio
por sus almas. Cuando se trata de pobres o desconocidos, tales misas se hacen de
limosna.
Muertos ahogados, arrojados al río, o en
la orilla se cuentan, entre otros: un hombre en el vado de San Martín, muerto con
violencia y echado al agua (1704), un mozo de Corera ahogado frente al Soto de San
Martín (1754), un pastor natural de Álava ahogado (1705), un criado de Francisco
Palacios natural de Álava, ahogado (1705), un cadáver de persona no conocida junto
al río (1745), Manuel Contreras, natural de San Millán de la Cogulla, ahogado en
un pozo del río Mayor (1747), Antonia Arnedo, natural de Bargota, ahogada en un
pozo (1751), un ahogado debajo de Peñalva (1755), una hija de Ignacio Zambrana,
de Viana, ahogada en el Ebro (1767), Xabiera Labaien, hija de Alexandro Labaien,
ahogada en un pozo (1770; curioso caso en que el padre no quiere encargar sufragio
por ella), Gregorio López, natural de Busto en la Bureva, ahogado en el Ebro (1774),
Antonio Palacios Lerín, viudo, muerto a orillas del Ebro (1778), un hombre de nombre
Manuel, de Lugo, ahogado (1795).
Al pasar gran parte de su vida en el campo,
algunas personas fallecían trabajando o por fatales indisposiciones cuando estaban
solos. Entre ellos: un pobre viejo muerto
junto a la barranca de Biana (1598), un hombre pobre de Castilla, Domingo Royo,
muerto en el campo (1663), Bartolomé Sainz, muerto junto al Soto del Rey (1681),
un desconocido muerto en el término de Imas (1700), un pobre pastor natural de Sierra de Yangüas,
muerto en el término de Baloria (1709), Juan José Butrago, muerto al caerle un árbol
encima (1715), un hombre de Robres (Castilla), muerto en el campo (1753), Xavier
Preciado, muerto de repente en el campo (1778), José Sagredo, marido de Ana Chavarría,
muerto en el Soto (1782).
Es sorprendente el caso de los pastores que
mueren en el campo aplastados por las ruinas de las chozas, mostrando a las claras
las condiciones inhumanas en que los tenían los mesteros. Así pasó con Francisco
Arbizu, pobre pastor vecino de Los Arcos (1729), Matheo Araya (l729) y Fausto Aramendía,
vecino de Mendavia (1732).
Enfermedades de los ganados: viruela y rabia
En frecuentes ocasiones se declaraban epidemias
en los ganados, la más común era la viruela y en cuanto el mayoral veía una res
enferma, tenía la obligación de avisar rápidamente para que aislasen su ganado y
le señalasen hierbas y agua aparte para evitar contagios. Los pueblos vecinos también
debían avisar si tenían rebaños con la enfermedad, hasta que remitiera, bajo pena
de multa. En 1772 en Baloria y Beraza se encuentran 841 cabezas de ganado con viruela.
Y 400 más en la Dehesa. En 1792 hubo otro fuerte contagio de viruela y los regidores
salieron a juntas con Los Arcos y Sesma para formar concordias y tratar sobre el
ganado enfermo.
Mayor problema tenían cuando se declaraba
la rabia, entonces llamaban al saludador conducido en 6 robos de trigo anuales,
pagándole los gastos de desplazamiento y comida durante el tiempo que estuviera
saludando en la villa. Se menciona como saludadores a Juan López de Rivatejada,
de Logroño (1704-1720); Joseph Moreno, de Calahorra (1704); Joseph Ruiz de Esquide,
de Oyón (1720); Ruiz de Esquide (1744); Cristóbal Ezquerra (1731). En 1764 el Real Consejo
dio la orden de no llamar ni pagar al saludador, pero en Mendavia se siguió haciendo
pues se resistían a privarse de un servicio que habían tenido desde tiempo inmemorial.
Cuando se sometieron a la orden, llamaron a monjes, como Bernardo, en 1787, que
cumplieron la función de los saludadores, pero ahora reconocidos por la
sociedad del momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario